Cuando se habla de
“el consumidor de vino” se corre el peligro de simplificar en exceso, como si
no hubiera grandes diferencias entre las pautas de consumo según edad, sexo,
ingresos, lugar de nacimiento, etcétera. Son muy pocos los productos en los que
el consumo no varía ampliamente a lo largo de la vida. Hay consumos que se concentran en determinadas
fases de la vida; pensemos en juguetes para niños. Son un ejemplo de los casos en los que la
edad en sí misma condiciona el consumo. La evolución fisiológica y psicológica
que experimentamos a lo largo de nuestra vida hace que nuestras preferencias
como consumidores evolucionen. Se suele afirmar que las personas que consumen
vino habitualmente van evolucionando sus gustos, frecuentemente hacia vinos más
estructurados y complejos. Se trata de un efecto de aprendizaje, no de algo que
ocurra automáticamente por el efecto directo de la edad. Pero sí desemboca en
una relación clara entre la edad y las preferencias, porque una larga
experiencia se acumula con el transcurso del tiempo.
Los efectos
generacionales se diferencian de estos efectos biográficos de la edad. En los
efectos generacionales se trata de cambios en las pautas de consumo para una
misma edad, pero en individuos pertenecientes a diferentes generaciones. Un
buen ejemplo son los hábitos de los mayores de edad. Aunque su padre haya
limitado su contacto con las finanzas a la libreta de ahorro de la Caja,
probablemente el hijo no dejará de utilizar la banca electrónica cuando se
jubile. En el caso del vino, ¿son importantes los efectos generacionales? Es
posible y probable que sí. No disponemos de información estadística para
contrastar esta afirmación para el mercado canario, pero la observación directa
parece revelar algunas mutaciones generacionales.
En las edades
centrales, digamos que entre 35 y 55 años, los consumidores se han vuelto más
conocedores y exigentes, al mismo tiempo que menos tradicionales. Además, ha
crecido el peso de las mujeres consumidoras de vino y también ellas se alejan
de las pautas y estereotipos de antaño (“las mujeres beben sólo blancos y
rosados semisecos”). Entre los jóvenes sigue operando con fuerza la restricción
presupuestaria, por lo que su escasa demanda de vinos no debe confundirse con
que no les gusten. Si no tienen oportunidad de probar una amplia gama de vinos,
su conversión en consumidores maduros por experiencia propia es menos probable.
Además, las nuevas generaciones de jóvenes tienen menos acceso a padres o
abuelos que hayan sido o sean agricultores. Gran parte de su socialización ha
transcurrido en ámbitos y culturas urbanas, por lo que la transmisión
intergeneracional de la cultura del vino deja de ser automática y es el
marketing el que debe sustituir estos vínculos. Sería un error pensar que con
la edad ya les entrará por sí solo el gusto por los vinos.
D.G.
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